viernes, 21 de mayo de 2010

La historia del país, acción plebeya ≠ reacción burguesa

La conquista de América es un hecho de armas, de ocupación y de rapiña. La colonia es la forma fría que organizó el saqueo del Nuevo Mundo, un sistema social atroz por el que millones de pobladores originarios y negros raptados por piratas al otro lado del océano fueron explotados durante siglos, en beneficio de una minoría blanca, europea y católica. Con el curso de las generaciones el comerciante, el clérigo, el señor de minas, el encomendero, el corregidor de indios, el hacendado, el estanciero, el plantador esclavista, el explotador, pasó a ser padre y luego abuelo. Sus descendientes se sintieron cada vez menos ligados a una patria lejana y cada vez más a la tierra que obligaban a trabajar. Mientras tanto, oscuros cúmulos de luchas y resistencias contra la opresión maduraban entre la masa anónima de los explotados. Los pobres estaban hartos y su grito de libertad contenía otro significado. La sociedad colonial encerraba antagonismos irreductibles que la convertían en un barril de pólvora pronto a estallar.
La versión estatal de la historia nos educó para que pensemos que la Revolución de Mayo fue una acción realizada en nombre de la Patria, por unos pocos hombres ilustrados. Se nos dijo que aquel selecto grupo de miembros del patriciado porteño actuó de acuerdo a los intereses del pueblo, a quien representaba. Nos enseñaron que la estirpe de esos distinguidos señores construyó el país, desarrolló su economía, civilizó a sus habitantes, instauró la democracia y que por eso los debemos venerar como a nuestros padres. Estatuas, trenes, billetes, calles, localidades e instituciones de todo tipo nos lo recuerdan a diario. En todo esto subyace un mensaje político: que la historia la hacen unos pocos, pero eso sí… en representación del resto. Sin embargo, la realidad es bien diferente.
Las independencias americanas han sido muchas cosas a la vez. La revolución no fue un solo movimiento sino varios simultáneos, convergentes y contradictorios. En el Río de La Plata, el 25 de mayo de 1810 señala el inicio de una etapa en la cual los sectores populares jugaron un rol destacado, imprimiendo al proceso en curso una dinámica por completo ajena a las intenciones de las elites: la participación de masas en política. Ocupaciones de tierras, fugas de esclavos, avances de los ‘indios infelices’, transgresiones al ‘debido decoro’, tumultos, puebladas, motines, asonadas, desobediencias y rebeliones de todo tipo jalonaron esa década. La intervención de mujeres y hombres gauchos, negros e indígenas incluyó desde el inicio demandas igualitarias y democratizantes. Para ellos y ellas la convocatoria patriótica habilitaba un nuevo escenario para luchar contra la explotación de la que eran objeto. Por eso en Salta, mientras los vecinos ricos abogaban por el retorno de los españoles, los gauchos como Antonio Visuara lo resistían. De allí que en la Banda Oriental, la oposición ‘americanos’ contra ‘europeos’ terminó abriendo el camino a la identificación de los ‘postergados’ contra los ‘mandones, malos europeos y peores americanos’. Así hablaban los infelices que, como Francisco Ramírez, combatieron por un cambio social y económicamente igualitario, y por ende, contrario al ideado por las elites criollas.
La Revolución destruyó el antiguo orden sin ser capaz de erigir uno nuevo, lo cual generó condiciones para el desarrollo de un tipo de conflicto estructural, de largo aliento, que definiremos como guerra social. Se trata de una situación que, pese a la presencia de ricos y pobres, se caracteriza por la ausencia de clases sociales acabadamente constituidas. La movilización de los oprimidos tendía a subvertir las jerarquías sociales, lo cual desató una búsqueda frenética de alternativas entre las élites que intentaban perpetuar sus privilegios, generando un proceso de autotransformación de esos antiguos grupos dominantes coloniales en núcleos burgueses. Así, la revolución planteó la lucha de la cual surgiría una nueva clase dominante -la burguesía agroexportadora- que aparece como su producto y no como su protagonista.

De la guerra social a la guerra de policía

El esquema de dominación que pretendía imponer la elite de Buenos Aires estaba ligado al fortalecimiento del circuito económico ultramarino centrado en el puerto, motivo principal de su adhesión al movimiento independentista. Este predominio porteño suponía el control de los recursos obtenidos a través de la Aduana y la apertura del resto de las provincias a las importaciones provenientes de los países industrializados, en particular Inglaterra. El régimen de libre cambio de productos impulsado por los sectores mercantiles y terratenientes bonaerenses, implicaba el hundimiento de las incipientes economías del interior, y es el punto de partida de un largo enfrentamiento entre los grupos dirigentes regionales por el control del puerto y la navegación de los ríos. A lo largo de este periodo signado por las guerras civiles entre Unitarios y Federales (dos fracciones de la elite que competían por la dirección del nuevo gobierno), no existía la Argentina como nación, como república, como patria ni como mercado unificado. Las disputas interprovinciales se permeaban por la frontera, mezclándose con aquellas propias de las naciones indígenas y viceversa. A la vez que blancos y aborígenes rivalizaban por el control territorial y el ganado, diferentes parcialidades tejieron alianzas y lucharon indistintamente junto con patriotas, realistas, unitarios y federales, alternativamente por necesidad o conveniencia. Fueron caciques como Arbolito quienes coordinaron la lucha tribal frente a los invasores. De modo que, caído el poder colonial, cada región se constituyó en una unidad política autónoma.
Las décadas posrevolucionarias acentuaron notablemente las diferencias entre las provincias del litoral integradas al comercio atlántico y las del interior, rebeldes y excluidas. Tras superar la conmoción revolucionaria los grupos dominantes bonaerenses consiguieron estabilizar sus privilegios durante el gobierno del General Rosas (1829-1852), evocado por ello como ‘el restaurador de las leyes’. El régimen rosista desarrolló una doble política, de represión y de captación de las masas, a fin de contenerlas y colocarlas al servicio de los estancieros. Por su parte los grandes ganaderos entrerrianos también lograron reconstruir y acrecentar su poder, situándose en posición de trazar una alianza con sus congéneres porteños. Pero cuando el monopolio aduanero les retaceó el pleno gozo de sus posibilidades comerciales, decidieron enfrentar a Buenos Aires, agrupando tras de sí a todos los sectores postergados del país. Sin embargo, los estancieros entrerrianos no querían cambiar el sistema centralista, menos aún negociar condiciones con el interior. Sólo buscaban un acuerdo más ventajoso con el patriciado porteño. De ahí su política conciliadora frente a la elite bonaerense, que de inmediato los aceptó como socio menor en el gobierno sobre el resto del país.
Una vez unificado, el bloque más poderoso de la oligarquía portuaria y apacentadora de vacas pudo lanzarse a una guerra de policía contra toda la población rural, necesaria para imponer el modelo agroexportador. El principal objetivo fue lograr la desmovilización campesina que configuraba la base de los caudillismos. Es que esa movilización, al desbordar a sus propios jefes, había puesto en cuestión la relación social fundamental de la estructura agraria colonial, el sistema de arriendos, ya que la suspensión de sus pagos fue la principal compensación material de los paisanos por su servicio a las armas, primero durante las guerras de independencia y luego durante los conflictos civiles. Solo con la desmovilización sería posible reimplantar un nuevo modo de extraer el excedente a los productores.
Derrocamientos, fraudes, arrestos, deportaciones, fusilamientos y degüellos. Tal fue la fórmula del liberalismo porteño para instaurar su modelo económico. Pero al mismo tiempo que el centralismo liberal extendía su república a punta de cañón y bayoneta, en el país sucedían otras cosas que, subterráneamente, apuntalaban la libertad, la igualdad y la democracia en un sentido muy diferente.

Los obreros no sólo bajaron de los barcos

Desde la década de 1850 se produjo un notable despegue periodístico que incluyó la aparición de una activa prensa afroargentina, defensora de los intereses de la comunidad negra y expresión gráfica de un amplio movimiento de lucha por los derechos civiles. El periódico El Proletario, dirigido por el negro Lucas Fernández, sirvió como foro y referencia entre los sectores segregados por la nueva sociedad. Secuestrados en su continente, luego de levantar la América colonial y combatir por la independencia, a los negros no se les permitía el ingreso a salones de baile, cafés, teatros, escuelas e iglesias. Su lucha contra la esclavitud y la discriminación da inicio al movimiento gremial en Argentina. El surgimiento de las sociedades africanas comenzó en 1823. El objetivo de aquellas primeras agrupaciones era la obtención de recursos económicos para la compra de la libertad de sus adherentes. En cuanto a la organización, “la Sociedad (era) gobernada por un presidente, un secretario y un consejo (…) nombrados a pluralidad de votos”. Durante el periodo 1850-1890 las “sociedades” más representativas del autodenominado “gremio de color” fueron La Fraternal y La Protectora, las cuales fundaron escuelas y clubes, entre otros múltiples órganos de socorros mutuos. La organización de los sectores laboriosos de origen africano se caracterizó por la resistencia cultural. Barrios enteros celebraban clandestinamente fiestas que la iglesia y el Estado perseguían, conservando su música, sus costumbres y sus lenguas. Marcados rasgos africanos penetraron el folklore y el tango, al calor de la fusión popular de fin de siglo.
Existe otra dimensión activamente olvidada, pero crucial a la hora de pensar el desarrollo de las libertades civiles en nuestro país. Ininterrumpidamente la dominación masculina sometió a las mujeres originarias, negras, criollas e inmigrantes a una doble explotación: social y de género. Todas ellas debieron sumar, al hecho de ser pobres, su condición de mujeres. Sobreponiéndose a ello(s), la acción organizativa femenina ha sido prolífica y ha contribuido enormemente al avance de la igualdad, las libertades y los derechos en Argentina. Mujeres de diversa extracción social y étnica participaron activamente en la revolución y la guerra. Ante la ida de los varones al combate, las afroporteñas asumieron la conducción de las organizaciones comunitarias. En la segunda mitad del siglo XIX la acción feminista irrumpe en la vida pública. En 1878 El puente de los suspiros, un periódico de orientación feminista, escandalizó a funcionarios y a ciudadanos porteños al instar a las reclusas de los burdeles a “Dejad de ser esclavas (…) Nuestra historia es vuestra historia: es la historia de todas las mujeres (…) ¡Viva la libertad! ¡Guerra a la trata de blancas!”.
Entre 1861 y 1880 la oligarquía unificada del litoral se lanza a la apropiación masiva de la tierra. Comienza un largo ciclo de campañas militares sobre las posesiones comunales indígenas y campesinas. Son los tiempos de ‘La Conquista del Desierto’. La apropiación privada de los recursos naturales se acelera al compás de la alianza entre el imperialismo inglés y las oligarquías nacionales. En ese momento el Estado Argentino se dispone a realizar una “limpieza étnica” de la población, inspirado por las ideas racistas que dominan las mentes de sus más destacados dirigentes. La planificación oficial concentró sus esfuerzos en eliminar a los negros y a los aborígenes, a la vez que promovía el arribo de inmigrantes blancos provenientes de Europa.
Luego de robarles la tierra, miles de aborígenes fueron recluidos en campos de concentración, esclavizados y exterminados por el ejército argentino. En 1971, en medio del horror generalizado por la epidemia de fiebre amarilla que asoló Buenos Aires, el ejército rodeó los barrios negros impidiéndoles emigrar hacia la zona que los blancos constituyeron en Barrio Norte para escapar de la peste. Los negros quedaron en sus barrios, contra su voluntad. Allí murieron masivamente y fueron sepultados en fosas comunes. Ambos genocidios constituyen la piedra angular en la construcción del mito de la Argentina blanca.
Finalmente, en el lapso de las dos últimas décadas del siglo XIX, el conflicto abierto entre las clases por el dominio de los medios de producción se resuelve con una derrota popular, dando lugar a un proceso de proletarización forzosa: las masas campesinas, los aborígenes y los gauchos, deben ubicarse compulsivamente como peones asalariados en estancias, obrajes, ingenios, minas y demás explotaciones capitalistas. También los artesanos y pobladores de la ciudad son víctimas de esta transformación de la sociedad que los convertirá en obreros. Como vimos, este proceso de lucha entre explotadores y explotados, empieza antes y continúa después de la independencia de España. Las clases dominantes se constituyen por la fuerza de las armas, mediante la apropiación privada de los instrumentos de intercambio (el puerto) y de los medios de producción (la tierra); para luego consolidarse mediante la constitución de un Estado que resguarde sus intereses. Tal es el proceso de la oligarquía agroexportadora durante el siglo XIX.

Las patas en la fuente y los corpiños al viento

En oposición a esta clase minoritaria que basa su poder en la explotación de las mayorías se irá conformando la clase trabajadora. Su crecimiento va a traer aparejado el desarrollo de sus organizaciones. El contacto con los desplazados del continente europeo genera una fusión de experiencias y tradiciones políticas. Sociedades de resistencia y ayuda mutua, sindicatos y otras formas de asociación abren nuevos espacios de solidaridad en los que comienza a forjarse una poderosa cultura obrera. Las ideas anarquistas y socialistas proliferan durante las primeras décadas del siglo XX. Estas doctrinas sostienen que sólo una revolución social puede acabar con la explotación salvaje del sistema capitalista. El objetivo es terminar con la tos de Toto, con el sufrimiento de hombres y mujeres en la línea de producción, con los abusos de género, con la prepotencia del patrón. Grandes luchas enmarcan la época, entre ellas la Huelga de Inquilinos, un intento de las clases laboriosas por frenar el aumento desmedido de los alquileres. Allí, en uno de los conventillos, fotografiaron a Juana baldeando con agua hirviendo a quienes pretendían desalojarlas. Hasta el año 1921 el movimiento ascendente de las masas obreras producirá verdaderas insurrecciones populares, tanto urbanas como rurales. Frente a la lucha obrera la oligarquía intenta delinear una nueva ‘paz social’; pero ni la represión ni la reforma del sistema electoral que permite el acceso de la UCR al gobierno logran poner fin al conflicto. En estos años la industrialización se acelera. Cada vez más se producen localmente los bienes de consumo antes importados. En 1930 estalla una crisis mundial que acentúa ese proceso. El cierre del mercado externo obliga a la vieja oligarquía exportadora a invertir sus ganancias en la industria nacional. Corría la década infame y la clase dominante gobernaba dictatorialmente o mediante el fraude electoral. De a poco la capital y sus alrededores se fueron poblando con migrantes que venían escapando de la miseria del interior. En esos años de abandonar los pueblos natales y buscar trabajo en la gran ciudad, Raquel conoció a sus compañeras de trabajo, con quienes izaría los corpiños en señal de protesta y rebelión. Hacia 1940 el proletariado argentino ha crecido en número, organicidad y demandas. La prédica comunista gana terreno en el mundo del trabajo, mientras la clase obrera, consolidada como motor económico del país por obra de la modernización industrial, continúa excluida de la participación política. Esta situación acaba dando lugar a una crisis de participación que bloquea el sistema político.
Un nuevo golpe de Estado en 1943 intenta delinear un nuevo consenso ante una realidad convulsiva, pero su proyecto de inclusión social supone transformaciones furiosamente resistidas por las clases altas y medias. Para estos sectores, el acceso popular a la ciudadanía comporta un carácter traumático. La sola idea de compartir el asiento del cine con un obrero les repulsa. Frente a semejante oposición, el proyecto original de los militares a cuyo frente está Perón, experimenta un giro sorpresivo. Sin alternativas y como reflejo de su momento de mayor debilidad, Perón convoca en su apoyo a la clase obrera, multiplicando la legislación progresista. Esto precipita una crisis en la conducción del Estado, cuyos aparatos represivos permanecen expectantes. La parálisis estatal suscita un hecho sumamente inusual: permite a la sociedad dirimir el conflicto al interior de sí misma, sin la intervención externa del Estado. Entonces un ciclo de manifestaciones anti-obreras, despertaron al gigante dormido un 17 de octubre de 1945, día en que Perón es resucitado de su muerte política por la huelga general y la movilización de las masas obreras organizadas. Allí mismo, en ese acontecimiento irreprimible, la clase trabajadora hace girar hacia adelante la rueda de la historia, forzando a la clase dominante a conceder la democracia.
Durante los siguientes diez años, el Estado y las empresas quedarán expuestos a la acción de los trabajadores, quienes los penetran, limitando su campo de maniobras. Si bien al principio las libertadas gremiales son toleradas en muchas industrias, a partir de la recesión de 1950 las empresas reclaman el aumento de la productividad del trabajo y luchan por eliminar las comisiones internas de delegados que les impiden intensificar la explotación. Los trabajadores comienzan a resistir el avasallamiento de sus derechos, mientras el gobierno reprime cada vez más las protestas que salen del molde. A la luz de estos hechos, la suerte del malón de la paz en el que León Cari Solis llegó a Buenos Aires para pedir por la Reforma Agraria, constituye un ejemplo premonitorio.

Entre la Resistencia y los azos

Con los años, el protagonismo popular hizo del peronismo la maldición del país burgués, pues ni la burocracia ni el General eran capaces de imponer su conducción sobre las bases obreras organizadas. Para la burguesía, Perón pretendía cabalgar un tigre que terminaría por devorarlo… a él junto con el resto de los capitalistas. Ante su reiterada incapacidad de hacer cumplir el mandato de la clase dominante, la Marina de Guerra complotada con la Iglesia Católica bombardea la Plaza de Mayo en junio de 1955, dejando un saldo de más de trescientos muertos y mil heridos. Es el inicio de la ‘Revolución Libertadora’, una cruenta dictadura militar cegada por el odio racial y social. Los sindicatos son intervenidos y el peronismo es prohibido. Arrecian los despidos, las detenciones, las torturas y los fusilamientos. Por obra de las circunstancias, las luchas obreras se vuelven clandestinas y se radicalizan. Los comandos peronistas inauguran una guerra de sabotajes en las industrias y una campaña de caños (bombas de fabricación casera) con el objetivo de asustar al militar, al gorila, al burgués. En Tucumán, por ejemplo, Juan Díaz y otros militantes hacen el primer intento de instaurar una guerrilla de monte.
La segunda mitad del siglo alternará entre golpes de Estado y gobiernos elegidos con pocos votos. La proscripción asegura que los radicales ganen las elecciones pero no que puedan gobernar. Las luchas contra la dictadura y contra la explotación van juntándose. La década de 1960 llega con el triunfo de la Revolución Cubana, los deseos emancipatorios adquieren formas múltiples, se cuestionan radicalmente los modelos y valores del sistema capitalista y patriarcal. En Argentina, el gobierno dictatorial de los militares, los empresarios y la Iglesia se vuelve intolerable. La clase trabajadora, los estudiantes, los villeros, las mujeres y tantos más participan en innumerables puebladas que sacuden al país. Tanto en el Cordobazo como en el Rosariazo la gente toma la ciudad, derrota a la policía y fuerza la intervención del ejército. El conflicto social llega a su punto álgido. Por efecto del enconamiento de la lucha surgen las guerrillas revolucionarias, un fenómeno masivo que pretende ser ‘el brazo armado del pueblo’. En los sindicatos crece una tendencia antiburocrática de orientación socialista conocida como clasismo, que tuvo fuerte injerencia en las acciones obreras del periodo. En todos los ámbitos del quehacer nacional se discute la posibilidad de “tomar el poder” mediante una “revolución” que instaure una “democracia popular, obrera y socialista”. De a poco, los patrones que habían pedido a gritos “voltear a Perón” comienzan a rogar que vuelva, porque advierten que es el único capaz de contener a las masas e imponer un pacto social que garantice la continuidad del sistema capitalista. En 1973, luego de 18 años de proscripciones y dictaduras, el peronismo puede presentarse a elecciones. Gana e inmediatamente se produce el Devotazo, una movilización que libera a los presos políticos, sindicales y guerrilleros. A pesar de la victoria electoral, Juan Carlos, del movimiento villero, fue uno de los tantos que no abandonó la lucha. El estado de situación exigía cambios más profundos: ahora luchaban por una patria socialista.

El orden neoliberal: del aniquilamiento del movimiento social a su renacimiento

El último gobierno peronista, incapaz de atenuar la lucha de clases, opta por reprimir al pueblo. Para ello crea la Triple A, un grupo fascista parapolicial dedicado a asesinar al activismo obrero y a la militancia revolucionaria. Su objetivo era destruir las organizaciones que desafiaban el pacto social, como las coordinadoras interfabriles de las que participaba Oscar. En visita oficial al dictador Augusto Pinochet, Perón declara que “Chile ha enseñado muchas cosas: o los guerrilleros dejan de perturbar la vida del país o los obligaremos a hacerlo con los medios disponibles, los cuales créame, no son pocos”. Sus amenazas se cumplieron el 24 de marzo de 1976, cuando un nueva dictadura dispone la ‘solución definitiva’ a esa mala costumbre de luchar por lo que uno cree justo. 30.000 personas fueron secuestradas, recluidas en campos de concentración y desaparecidas. La mitad eran delegados/as sindicales. La resistencia popular encabezada por Madres como Azucena, denunció el genocidio en las calles, mientras los grandes medios de comunicación se esforzaban por ocultarlo. Paralelamente al terror comenzó la aplicación de recetas económicas neoliberales dictadas por el FMI, propagando la desindustrialización, el endeudamiento y el ajuste sistemático del ‘gasto social’. Los derechos humanos, laborales, civiles y políticos se perdieron en la larga noche de los pueblos.
La vuelta a la democracia en 1983 es el producto frío de una negociación entre el establishment político y las fuerzas del terror. La sanción de las Leyes de Obediencia Debida y Punto Final evidenció, una vez más, la complicidad de la UCR con los militares. Más adelante, el PJ sellará el pacto de impunidad con la Ley de Amnistía. Durante la década del ‘90 una araña ocupa el vientre de la patria. El menemismo es la organización mafiosa que se asienta sobre la derrota popular más terrible de nuestra historia. Y lo hace como complemento y continuidad del proyecto iniciado por los militares en 1976. La desindustrialización se acelera, las palancas fundamentales de la economía se privatizan, el desempleo arrecia y el endeudamiento externo refuerza la dependencia. La convertibilidad, que prometía ‘pizza y champagne’ a cambio de ‘relaciones carnales’, terminó por hundir en la pobreza al 60% de la población. Así fue como aparecieron los fogoneros, esos trabajadores desocupados que cortaban rutas. Había que hacer un piquete para llamar la atención sobre lo que estaba pasando, de ahí su nombre posterior: piqueteros. La mecha de la resistencia volvió a encender y finalmente, el 19 y 20 de diciembre de 2001, el pueblo salió a la calle para cambiar el país, mientras el presidente huía por los techos. La gente ocupó el espacio público haciendo asambleas, organizando barrios, recuperando fábricas, dejando la sangre en la ruta como Darío. La magnitud de la movilización fue tal, que obligó a los grupos dominantes a buscar nuevas alternativas para recuperar el control. Así, debieron tomar algunas medidas que en tiempos normales jamás habrían aceptado, como el regreso de las retenciones a las exportaciones y la extensión sin precedentes del gasto social. Hoy los capitalistas se muestran impacientes por volver a un ejercicio del poder sin restricciones, tal como lo experimentaron durante el Proceso y con Menem, cuando el Estado controlaba la protesta social con pura represión, sin reclamarles impuestos ni regular sus actividades. Mientras tanto, las clases populares siguen haciendo la historia en un sentido contrario, como siempre lo han hecho, luchando por la ampliación de los derechos y de la democracia. Las huellas de su actividad se ven por todas partes, en las luchas antiburocráticas de los obreros del Subte, de Kraft-Terrabusi o de Masuh, en las fábricas recuperadas como Zanón, en las asambleas ciudadanas contra las mineras y las pasteras, en los masivos Encuentros Nacionales de Mujeres que pelean por la igualdad de género, en las reivindicaciones de los pueblos originarios, los campesinos y los trabajadores inmigrantes, en los reclamos contra el gatillo fácil y la represión, en la larga lucha por enjuiciar a los genocidas, en el trabajo territorial que continúan los movimientos piqueteros. El Bicentenario marca 200 años de lucha contra un Estado y un sistema social impuestos por los poderosos. Una lucha por la igualdad, la justicia, la libertad, y la dignidad que no terminará mientras nuestro país siga siendo manejado por unos pocos y mientras sean ellos los que pretendan contarnos una historia inventada a su medida.

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